martes, 11 de diciembre de 2007

Está bien y Está mal



Todavía recuerdo el sonido de mi cabeza cuando se estampaba en el suelo. Solía tirar tan fuertemente de mis cabellos que la piel ardía hasta dar el golpe al piso. Y ahí, otro dolor, el del cráneo entero y la vista. La turbulencia que nublaba y los pies del terror que permanecían iracundos, propensos a una patada final. Pero eso sería mucho. Hasta allí, no. Y por mí, estaba bien. Aunque mi mirada, entre serena y rabiosa, parecía retar a la agresión. Gritaba aguantar más, por el orgullo, por ser humano cualquiera. Y Hasta ahí, también estaba bien.

Nadie me levantó la cabeza, ni una sola vez, ni una. Siempre fue tan sólo el esfuerzo de mi cuello. Y muy a pesar del dolor, mi frente roja se colocaba en alto. Eso hacían soldados sobrevivientes después de la guerra. Yo era como un soldado y eso, estaba bien.

Lo que ciertamente no recuerdo, es cómo comenzaba aquel bombardeo de golpes terribles. Mi cuerpo era tan indefenso, que no había fuerza que valiese. No se trataba de David y Goliat. No. Aquí no había ni piedras, ni milagros de Antiguo Testamento. Era sólo eso, un cuerpo infante, de seis o siete años, contra el inmenso poder de unos de treinta y algo. Eso no estaba bien, y lo sabía. Temblaba de saberlo. Porque no existía salida. Era la física, digo yo, la que me volvía impotente. Yo, con mi corta edad, aún ni de física sabía. Y esperaba a que acabara, como se rezaba por el final de cualquier pesadilla.

Sólo camina, sobre puntillas y en mi recuerdo, la imagen del suelo, la mano que tiraba y las mías que buscaban protegerse de la contundente superficie. A veces seguidas, y a veces con sus cortos intervalos de tiempo. La nariz que sangraba por todo y por nada, el chichón perenne, el morado en el brazo, la rabia en las venas. Capaz, ahí descubrí la rabia. Tal vez, me gustó sólo porque me regalaba sus fuerzas. Y me hizo fuerte por dentro. Eso estaba bien, porque yo, realmente, era débil de cuerpo. Era como un David con un espíritu de Goliat.

Mi boca callaba. Sabía que sería terrible emitir palabra alguna. Cada oración dicha tendría un costo, doloroso, evidente, maldito. Un costo que ya yo había pagado con la primera cachetada o con los cachetes hundidos ante la presión de sus hirientes manos. Violencia que partía del pulgar y el dedo medio, que parecía querer perforar mi piel. Allí también, a veces, sangraba el labio y la rabia. Y yo conocía que aquello no estaba bien y pensaba cosas feroces, que daban miedo. Por eso, callaba. Me tapaba la boca con una cinta poderosa imaginaria. Esto hacía que se irritara más y más. Porque escuchaba su voz, maldita, colérica, poseída y sorda. Era el eco de la muerte. Y yo morí varias veces, seguidas. Me ahogué en mis pensamientos malditos, desgraciados y solos, frente a su agresiva fuerza. Buscaba estirarme en algún momento, pasarle en altura y reventarle la frente. Y eso, yo sé que estaba mal.

Lo que siempre quise saber, es qué hice para recibir mis violentos tragos. Desde los seis hasta los tantos, me tambaleé numerosas veces. Sentí la potencia del cuero, la dureza de la madera, el filo del metal y la culpa en la piel. De algún delito imperdonable debo ser culpable y mi memoria, muy cómoda ella, se encargó de borrarlo. Desapareció. Y me quedó esa última resonancia, del gancho de ropa que castigaba mi espalda, mis ojos que se cerraban y los pensamientos espantosos, venenos.

Y eso, es lo que está mal.