domingo, 11 de noviembre de 2007

Desde el susurro


Le hablé bajito. Realmente no sabía si quería que me escuchara. Sólo sentía la inmensa necesidad de dejar salir esas palabras de mi boca. No escuchó, ¡claro! Tenía la mirada fija en la pantalla y sonreía al leer. No sé que leía. Yo, mientras, le hablaba bajito. Quise cerrar los ojos, pero era imposible dejar de verlo. Escuché como el viento lanzó la puerta al final del pasillo. El viento parecía estar molesto. Él, también sabe cómo susurrar bajito.

Cerré los ojos. Pero esta vez, pretendí hacerlo fuertemente. Quería que me sangraran los párpados de tanta presión. Sin embargo, no derramaron una gota. No poseo tal fuerza. En algún momento idiota de mi vida, llegué a pensar que era una mujer fuerte. ¡Qué cosas le pasan a uno por la cabeza! ¿Fuerte yo? Si no puedo ni apretar el puño con firmeza. Tampoco golpear una pordiosera pelota. Igualmente, hice el intento y cerré mis ojos. Imaginé que lo hacía con fuerza. Con eso bastó.

Volví a murmurar despacio. Lentamente solté mis palabras. Nuevamente, no las escuchó. Creo que lo he acostumbrado a oírme hablar con velocidad. Casi siempre, converso como si las palabras tuvieran prisa y el límite de tiempo, para mi discurso, estuviese culminando. Me propuse no hablar más, ni tanto. Ahora, me dedicaría a dejar de existir. Esa palabra me encanta: “inexistente”. No sé por qué. Es así. Como a quien le gustan las rayas en el mantel y el color tinto. Sólo porque sí. Capaz, algún psicólogo le encontraría un trasfondo patológico a cada uno de mis gustos. Pero no visito psicólogos, aunque les tenga respeto.

Quise que mi cuerpo pesara de sobremanera, tanto como para que me fuese imposible realizar cualquier movimiento. Es así cuando se deja de existir. Lo sé porque palpé un cuerpo inexistente. Ellos pesan, en la memoria, sobre todo. Eso fue tan sólo un querer, porque soy de aquellas que tienen apenas 53 kilos. Dispongo la elasticidad y libertad de movimiento de un niño. Escuché que él bostezó, de pronto. Sin taparse la boca. ¿Quién habrá impuesto eso de taparse la boca al bostezar? Algún tonto que creyó que algo se le escaparía y por eso cubrió su boca. Sería gracioso que en vez de la boca, al bostezar, nos tapásemos la frente o un ojo (el derecho).

A veces, creo poder hacer que mi corazón lata a mi propio ritmo. Uno, durante el ocio, supone infinitas cosas. Pero la mayoría son sueños despiertos o ilusiones inocentes, que a cualquiera le arriban en su soledad. Mi ilusión, hoy, era hacer que se detuviese. Que dejara de latir. También, he visto cómo corazones han dejado de latir. Esas cosas suceden y uno no sabe de qué manera. Me pregunto en qué momento el corazón se dice: “este es el último”. Si uno pudiese percibir que se aproxima un último latido, ¿qué haría? Yo, probablemente, regalaría un beso. Adoro los besos. Me entiendo con ellos.

En ese instante – el del latido final – vendría el pensamiento definitivo (el último). El más remoto. Por mi parte, creo que pensaría en cómo he enfrentado la vida. Un último pensamiento puede ser un gran desafío, una oportunidad dorada. Probablemente, repetiría en mi cabeza lo que hoy he susurrado tan dócilmente. Sí, definitivamente, ese sería mi conclusión.

Por tanto, esta también hubiese sido mi última decisión. Todos los días, uno tiene la potestad de tomar decisiones. ¡Cuánto agotamiento deja el libre albedrío! Y me marcho. ¿Cobarde o valiente? Inexistente. Lo hago ahora porque soy feliz. Porque quiero perpetuarme en este momento. Sin perder más nada que la vida misma. Sólo eso, extraviarme yo. ¿Qué importa? Esta perdida no la sufro. La disfruto, como cuando uno come con emoción después del hambre. Así es.

Ahora, le digo en voz alta aquellas palabras que he repetido en mi cabeza y pronunciado en voz baja. Aún no he abierto los ojos. Pronto, habré de levantar los párpados y volver la vista. Tan sólo porque me encanta verlo. Como me fascinan los besos y vestirme de rosa, por eso de que la piel canela luce bien cubierta en ese color. Muevo las manos, porque las mías no pesan ni se endurecen. Son cálidas y están cargadas de energía. Las acerco a él para que las tome. Total, son más suyas que mías; porque ellas lo buscan sin pensarlo. Como realmente hoy no he partido, ruego para nunca tener que vivir su ida; como la de todos los que se han marchado, en vida y muerte.

Mi corazón late. A veces, me da taquicardia y brincan mis extremidades. Otras, late de emoción cuando escala el deseo por mi piel. Y algunas veces, se detiene, sólo cuando sueño despierta en esos momentos de ocio.

domingo, 4 de noviembre de 2007

Carta abierta a mi mamá... Sin estampilla ni arreglos de prosa



Sería fantástico… así dice Serrat. Sería fantástico tenerte cerca. Preguntarte tantas cosas. Todavía saltan a mi cabeza interrogantes por hacer. Desde qué zarcillos van con la camisa rosa, hasta qué opinas del país en el que habitaste. La verdad, es que siempre hice el papel de sorda ante tus reclamos y consejos. Sólo fingía y siempre lo supiste. En este momento, lo único verdaderamente fantástico sería tenerte cerca. Te extraño.

Tengo tanto miedo. Pánico a equivocarme y no hallarme en el espejo. Temor a ser débil y lucir fuerte por fuera, como siempre lo hiciste tú con ese disfraz de tirana. Necesito preguntarte tantas cosas. Siento impotencia por no saber qué respuestas me darías. Como si no te conociera lo suficiente. Y lloro. Porque te necesito, porque te extraño.

Son numerosos cambios súbitos. Toma de decisiones por hacer. Te necesito, coño. Sólo quisiera que estuvieses cerca. Porque jamás me hubieses abandonado. Porque a pesar de todo, siempre estuviste ahí. Porque siempre me deseaste lo mejor. No es que no sea feliz, no. Realmente, es todo lo contrario. Lo que siento es miedo, ansiedad, angustia frente a la vida que corre avivadamente. Siento que te extraño.

Siempre que enfermo (y últimamente lo hago con frecuencia) te recuerdo. Brincan en mi memoria tus cuidados, muy a tu modo. Tu lucha constante por desvanecer mis males. Tus recetas caseras y los récipes médicos inventados. Nadie me cuidó como tú y eso no debo olvidarlo. Nunca. Muchas personas dicen que aún me cuidas, pero no puedo evitar sentir sólo el vacío que dejó tu perdida. A veces, quisiera creer que aún existes con aquella fuerza única y tu carácter templado. Sobretodo, por mi hermano, quien te necesita. Siempre. Quiero creer que si no te siento conmigo, es porque estás con él. Nunca lo dejes solo. Te lo suplico, mientras te extraño.

Dame coraje. Si hablo como una niña frágil, no es porque lo sea. Simplemente, es que te necesito. Frente a ti, sólo conozco la posición y el tono de hija. Quiero escucharte. Mamá, juro que te pienso todos los días. Antes decía nunca extrañarte, pero realmente no hacía falta, aún no te había perdido. Vienen tantas felicidades a mi vida que ojala pudiese compartirlas contigo. Sé que serían tuyas. Alegrías compartidas. Desconozco si estás orgullosa de mí. Ruego porque así sea. Mamá, estarías luciéndote como pocas en estos momentos. Yo estaría tranquila, aunque discutiendo contigo por cada detalle. No importa, eso no quiere decir que no te extrañe.

Lamento saber que más nunca voy a verte. Esa sensación es terrible. Sólo me queda imaginarte a mi lado. Si es que puedes, ayúdame a no quebrarme ante el futuro. Dame las fuerzas que abandonaste al final del camino. Hoy quisiera tenerte a mi lado. Eras el pilar que sostenía mis ganas. Permíteme escucharte. No te alejes de mi hermano. Dame la tranquilidad de saber que tu protección lo cubre, como el mejor de los escudos. Él también te extraña.

Mamá, regálame un consejo. Deposítalo en la sala o en mi cuenta de correo electrónico. Donde quieras. Sólo obséquiame una ayuda, un empujón, una opinión, un abrazo. Ese abrazo que nunca llegó y aún espero. Bríndame esos besos que aún extraño. Eso sería fantástico.

Tu hija,
Vero.

PD: anexo foto reciente de tus dos hijos.