domingo, 2 de marzo de 2008

La noche


A sus protagonistas,

Esta es la historia de alguien que no conozco
¿escribir sin pensar es pecado?


La noche en que murió mi mamá, salí con mi hermano. Estuvimos en casa de un amigo, no tan amigo. Recuerdo que tomé algunas fotos e hice varios chistes. Abracé conocidos y dije mis payasadas acostumbradas. Revisé el celular. Era extraño que mi madre no me hubiera llamado unas diez veces, mínimo. Pero, en realidad no me preocupé. Primero, pensé que al estar con mi hermano, ella sentía tranquilidad. Luego, la imaginé instalada frente al computador chateando con sus amigos y jugando algún juego de mesa interactivo online. Y ya, no fui más allá en pensamientos.

La noche en la que murió mi mamá, bajé del carro de quien, en aquel entonces, era mi novio. Creo que habíamos discutido brevemente por cualquier tontería y había cierta tensión en el vehículo, la cual aumentaba con la presencia de mi hermano. Fue Rolando, mi hermano, quien introdujo, en la primera de las puertas, la llave correspondiente. Me despedí con un “te amo, me llamas al llegar”. Subimos conversando las escaleras.

La noche en que murió mi mamá, Rolando y yo entramos por la tercera puerta que nos invitó al interior de en aquel entonces: nuestra casa. Como era costumbre o norma, me dispuse a buscar a Marlene, mi mamá o mami como le gustaba llamarse. Debíamos anunciar nuestra llegada y conversar sobre cómo nos había ido, qué hicimos y con quiénes hablamos. Paseé por el estudio – cuarto del computador - y no la encontré. Noté que uno de los platos de la cocina descansaba sobre el escritorio con algo de comida. “Extraño” pensé. Quienes la conocíamos sabíamos que ella era incapaz de dejar rastros o platos sucios fuera de lugar. Allí, mis pensamientos sí fueron más allá.

La noche en la que murió mi mamá, me dije “está en el baño”. Rápidamente, con aquello que llaman pálpito, caminé veloz hacia su habitación, el sonido del aparato nebulizador retumbaba en el pasillo. Y ahí, en la distancia, sus pies en el suelo, la mitad de su cuerpo visible y la otra oculta detrás de la pared. “Se desmayó, coño” pensé asustada. Rolando notó que algo ocurría. Decidió seguir mis pasos. Entré a la habitación e intenté levantar a mi madre. Sin embargo, apenas mis manos hicieron contacto con su piel, sentí que estaba fría, tiesa y helada. “Está muerta”…

La noche en que murió mi mamá, volteé – como un rayo – la cabeza preocupada para ver si veía a mi hermano venir. Ahí estaba él, con los ojos muy abiertos. Imagino que se preguntaba por qué no la despertaba. No dije nada. Lloré. Rolando se acercó al cuerpo sobre la alfombra costosa. La movió un poco y rompió en llanto. Gritó “mamá”, unas tres veces. Dijo otras cosas que no logré escuchar. Todo pasaba entre rápido y lento a la vez. Me levanté, fui hacia un lugar inexacto y luego a otro y a otro. El sonido desapareció. Creí que despertaría. No sé por qué carajo, pero subí las escaleras que conducen hasta la casa de mi tía, hermana de mi mamá. Llamé a gritos su puerta. Salió asustada y preguntando que ocurría, hizo miles de preguntas que se atropellaban. Yo continuaba sin escuchar, sólo vacío. “Mi mamá se murió” dije o creo que dije, llorando. Rolando continuaba intentando despertarla o dando vueltas en el cuarto, golpeaba cosas, mentaba madres (literalmente).

La noche en que murió mi mamá, se acabó una Verónica, un Rolando, una tía, un hermano, un papá, unos amigos, una familia, una casa. Se acabaron. Vinieron los errores, los coñazos, el padre a distancia que abraza la nada y convoca a un hijo que no conoce. Llegaron los tropiezos por dinero, los dólares mal gastados en arreglos de la casa para crear “fuentes de ingreso” y comodidades a externos. Arribó el coraje y los cojones, la visión 360 y el “mírame y no me toques”, un paso apresurado, las noches llorando bajito, el aprecio por los pequeños gestos, las pérdidas seguidas, el cambio de rol, la distancia entre hermanos a kilómetros, las envidias de los pocos lúcidos, las explicaciones baratas, aquella mujer que no respeta el dolor de mi hermano, la preocupación por el futuro de Rolando y por el mío, el darnos cuenta de que estamos cabronamente solos, la desconfianza por el dinero, aquellos familiares que heredan a cuenta propia los pocos bienes que nos dejan, el saber que no nos queda nada más que el recuerdo amargo y el que está por venir, saber que los números bancarios son una mierda y que algunos no saben contar, que los héroes están hechos de trapo, que debemos ser egoístas y aún no aprendemos a serlo, que los golpes no te los da la vida sino la gente, que las enfermedades anuncian soledades y pronuncian debilidad para que se aprovechen los más atrevidos, los abusos de poder a costa de la edad y del paradigma “estos son unos niños”, la brutalidad de los que creen saberlo todo y más… Pero, no sé si el estómago de algunos lo aguante.

La noche en que murió mi mamá, aprendí a bendecir y maldecir, me enamoré de la vida y de poder hacerlo mejor que ella. Me volví otra, sin planificarlo. Lo único que nos queda es la abuela, la familia a distancia y una breve esperanza de que todo tiempo pasado NO es mejor.