miércoles, 7 de marzo de 2007

EL INEXISTENTE




EL INEXISTENTE

Con qué fuerza puede gritar un hombre lleno de rabia, con qué velocidad puede lanzar un objeto una persona sumergida en la furia, con cuánta tristeza me observaba Eugenia al verme en tal estado. Y allí estaba ella, ojeando por la ventana mi patético estado de ira, mientras yo me descargaba con cuanta cosa había en la habitación.
Y es que ese fue el día en que me declaré inexistente, ese fue el momento más trágico en mis días de “no existir”; mis actos violentos eran producto de mi desilusión, del darme cuenta de que nunca estuve, porque nunca he vivido o quizás sí, pero no al mismo tiempo que ella, Eugenia. Ella vive sin mí, en su tiempo exacto al que yo no pertenezco; porque yo por ser inexistente no habito en el tiempo.
Cómo explicarle al mundo o a ella, mi mundo, de dónde provenía yo; cómo hacerle entender que el “hoy” de ella es mi “ayer”, cómo explicar que ya yo la conocía de antes, previamente a que nos presentaran. No es que la conociera en sueños o ideas, no. Yo la conocía en vida, aunque ella nunca lo supo, es que ya nuestras vidas se habían encontrado, pero en “mi” tiempo, un momento distinto al de ella.
Si tratase de explicarle, creería que me he vuelto loco, que estoy inventando ser de otro planeta, un marciano como los de las películas. También, podría llegar a creer que me he inventado una máquina del tiempo, con la cual me traslado al pasado o al futuro. Pero resulta que en mí el “pasado” no existe, nunca he sabido qué es el “ayer” y mucho menos qué es el “hoy”. Solo conozco el vivir y vivo fuera de tiempo, tal vez sea porque soy inexistente.
Fue a las tres de la tarde (de su tiempo) en el que nos tropezamos, y nuestros tiempos decidieron cruzarse Ella vestía de negro al igual que todos y yo la miraba queriendo abrazarla sin saber por qué: es que no hay nada mas conmovedor que una mujer bañada en lágrimas. Sentí urgencia por presentarme, necesitaba entrar en su tiempo. Después de mucho preguntar a los presentes, Antonio, hermano del difunto, me dio la grata noticia de que ella era la viuda del velorio. Comprendí entonces, su incesante llanto y su profunda melancolía, los cuales eran casi tan grandes como la felicidad inmensa que llenaba “mi tiempo”. Porque iba a ser capaz de conocerla, de colarme en su tiempo.
Sé que debí sentirme triste por su viudez, sé que debí mostrar respeto ante tal situación. Tenía que actuar como un caballero, un ser “normal” y maduro. Pero es que no sabía cuándo nuestros tiempos se volverían a cruzar y quizás, para aquel entonces, ella estaría feliz con otro y allí no podría hacer nada. Porque nunca irrumpiría en la felicidad de Eugenia.
“Hoy” que me hallo lleno de cólera, con las manos atadas por el saber que no existo en su tiempo, que “mañana” me he de levantar sin ella a mi lado, porque ya se ha ido. Muere y la veo morir aun cuando ella siente que tiene tanto por vivir. Y yo, como no estoy en su “hoy”, Eugenia es joven, por decirlo de alguna manera, sino que más bien vivo en lo que para ella serían sus ochenta años, (utilizo cifras para hacerme entender). Ella muere porque debe desaparecer de mi tiempo, muere porque todavía no debíamos habernos encontrado, y yo que desde siempre lo supe, descargo mi rabia como cualquier ser humano, mientras Eugenia me ve desde lejos sin entender qué pasa.
Después de conocerla en el velorio de su esposo, se me hizo imposible no involucrare en su vida. Pasaron “sus días” y “horas” las cuales compartió conmigo. En un principio fui su amigo de confianza, el hombro sobre el que lloró a su marido. Más tarde, me convertí en el propietario de sus besos y dueño de su amor. Y transcurrieron nuestros tiempos, cada uno a su manera pero juntos en el mismo instante, sin yo saber jamás por qué nunca me preguntó por qué estuve en el velorio de su difunto compañero. Menos mal que no lo hizo, ni yo mismo sabría responder a tal cuestión. Creo que llegué allí, porque debía estar ahí, debía conocerla.
Inmensos son los reclamos que me hago en tan pequeña habitación. Tengo miedo, temor a perder a quien amo, no quiero imaginar una vida sin Eugenia, una vida sin vida. Podría salir ahora mismo y decirle que en su “hoy” muere, que no tome aquel medicamento. Pero todo sería en vano, porque entonces moriría de otra manera. No es una situación que pueda evitar, es algo que sé que ha de pasar y que no puedo detener. Ese es mi coraje, el verme inútil… De qué sirvió adelantarme con respecto a su tiempo, si al verla morir en su “futuro” yo no puedo hacer nada, quedándome solo en mi presente. Eugenia me ve con ojos llorosos y yo caigo cansado en la cama. Duermo, porque quiero desaparecer de mi realidad, prefiero soñar con que no muere y vivir en tal sueño.
“Se ha ido” escucho, cerrando los ojos sin pretender abrirlos. “Descansó en paz” oigo que explica una voz igual a la de Eugenia. “Nunca amé a un hombre como lo amé a él. Qué bueno que ha podido marcharse y ahora ambos descansaremos tranquilos, él ha sido el único hombre en mi vida, mi adorado esposo… qué triste es asomarse por el vidrio de esta caja que lo resguarda en este vivo cementerio”. Mi amada se aparta de la ventana y se marcha rumbo a casa para tomar la última píldora que queda en el pastillero, sin saber que para la fecha el medicamento se encontraba vencido. Y yo decido dormir para no presenciar su muerte.

VERONICA RUIZ DEL VIZO marzo 2006

2 comentarios:

eusucre dijo...

Verito, esta excelente!
No sabia que escribias asi... Te voy a poner en los links de mi blog!
Besos,
eu. (como la de tu historia jeje)

Paula Maso dijo...

Vero está genial! De verdad que está demasiado bueno!